La fábula del ritmo perdido
Dicen que la vida es una fiesta a la que todos estamos invitados, pero cada quien con su lista de reproducción. Muchas veces dejamos de escuchar nuestra música, porque nos parece mejor la de otra persona, pero tarde o temprano la vida nos sacude para que regresemos al compás que nos corresponde. Esta es la fábula del ritmo perdido.
Hace años conocí a Gentil, un hombre amable dueño de una pequeña cafetería. Era un negocio próspero, se movía bastante, pero a él no le parecía lo suficientemente atractivo, lo soltó y se fue a bailar en otro lugar que no era suyo. Una amiga suya le propuso trabajar en su negocio, y creyendo que serían socios, él aceptó sin pensarlo. Se fue de su propia fiesta para bailar en la de alguien más.
Pero la vida no deja nada suelto y no permite que ignores tu lista de reproducción, por mucho tiempo. Después de meses de trabajo, Gentil se dio cuenta de que la supuesta socia nunca le reconoció el lugar que le correspondía. Mi amigo sintió el golpe, como si se hubiese caído de un décimo piso. Entonces, herido en su orgullo, no tuvo más remedio que volver a su cafetería.
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Su negocio lo recibió con una melodía especial que siempre sonó para él, pero que no había escuchado con atención. Apenas regresó, retomó el ritmo con facilidad, los clientes volvieron, las ventas crecieron y él se sintió de nuevo en casa. Fue como si la vida le hubiera dicho: “Esto es lo tuyo, es tu negocio, es tu dinero”.
Pero esta historia no termina aquí. A mi también me sacudió la vida.
Cuando llevábamos unos ocho meses juntos, empecé a notar que algo faltaba, que algo estaba pasando. No discutíamos, pero tampoco avanzábamos. Era como estar en loop que repite la misma pista, la misma escena. Un marasmo insoportable, pero callé. Esperaba que algo cambiara, aunque yo sospechaba que nuestra relación no iba para ninguna parte.
Y entonces, el cambio llegó de golpe. Un día me llamó para que nos viéramos y esa cita, me propuso terminar la relación. No hubo discusión. No hubo drama. Solo un silencio que se me clavó en el pecho. Lloré, por supuesto. Una semana después intenté hablarle, explicarle lo que sentía. Él, firme pero sereno, me respondió que era lo mejor.
En ese momento entendí que nuestra fiesta había terminado.
Nuestra relación también había perdido el sentido. Cada uno bailaba a un ritmo distinto, nuestras frecuencias ya no se acoplaban. Yo lo sabía, pero no me atreví a dar el paso. Y como pasa cuando uno rechaza su propia intuición: la vida movió las fichas y lo puso a él a tomar la decisión que yo no quise asumir.
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Hoy entiendo que no fue el final, sino un cambio de pista. Porque en esta fiesta llamada vida, cuando el ritmo cambia es una invitación a dar el paso y acoplarse a la nueva melodía, a reconocer dónde vibra tu corazón, y a recordar que no estás obligado a bailar donde ya no suena tu música. Esta es la fábula del ritmo perdido.








