Un revolucionario con causa
La muerte del Papa Francisco produce un profundo dolor en el corazón de millones de personas que vieron en él un pastor cercano, un líder valiente, un hombre de fe comprometido con el dolor humano y con la transformación espiritual del mundo. Fue un revolucionario con causa tanto en la vida como en la muerte. Su partida, ocurrida justo después de la Semana Santa de 2025, no parece una coincidencia: es símbolo de cierre y resurrección. De un ciclo que termina, dejando una estela luminosa para quienes siguen caminando.
Jorge Mario Bergoglio, nacido el 17 de diciembre de 1936 en Buenos Aires, se despidió de este mundo este 21 de abril a los 88 años, víctima de un derrame cerebral e insuficiencia cardíaca que se veían venir desde que fue hospitalizado hace varias semanas.
Como primer papa latinoamericano y jesuita, elegido en 2013, rompió moldes y sanó heridas. Francisco no solo fue un líder religioso, fue un pontífice revolucionario que se atrevió a tocar lo intocable, a remover las raíces de una Iglesia que necesitaba mirar hacia dentro y purificarse.
Durante 12 años al frente del Vaticano, el Papa se entregó a una misión que fue tan espiritual como estructural. Su mirada misericordiosa no le impidió tomar decisiones firmes. Y eso lo llevó a impulsar reformas inéditas que hablaron no solo de gestión, sino de su esencia.
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Una Iglesia más sencilla, más humana
Quizás el cambio más simbólico fue el que él mismo anticipó: su deseo de ser enterrado en un solo ataúd de madera, y no en tres (de ciprés, plomo y roble) como tradicionalmente se hacía. Además, pidió descansar en Santa María la Mayor, y no en San Pedro. ¿Por qué? Porque su vida entera fue coherente y expresaba siempre lo mismo: humildad, sencillez, cercanía. No hacía falta oro ni solemnidades. La fe se lleva en el corazón, no en los protocolos.
También abrió puertas que habían estado cerradas por siglos. Nombró mujeres en cargos de alta responsabilidad dentro de la Curia, dándoles voz, voto y dignidad. Y permitió, por primera vez, la bendición a parejas del mismo género. No por capricho, sino porque entendía que el amor, si es sincero, es también divino. “Dios bendice a todos sus hijos”, decía. Y en esa frase cabían todos los excluidos de siempre.
Limpieza, justicia y verdad
Francisco enfrentó la corrupción financiera dentro del Vaticano como un pastor que no teme adentrarse en la oscuridad para encender una luz. Reformó el sistema económico, centralizó las cuentas, ordenó auditorías externas y habló sin titubeos: “No se puede predicar la honestidad sin practicarla”.
Esa misma determinación la tuvo al enfrentar los abusos sexuales dentro de la Iglesia. No los escondió, no los minimizó. Escuchó a las víctimas, pidió perdón y destituyó a los encubridores. Habló con dolor, pero también con esperanza, convencido de que la verdad libera.
También tocó estructuras intocables, como el Opus Dei, reduciendo su poder jerárquico y poniéndolo bajo una supervisión más transparente. Porque para Francisco, el poder debía estar siempre al servicio de la fe, no por encima de ella.
Y mientras transformaba la Iglesia por dentro, no se olvidó del mundo. Su encíclica Laudato si’ fue un llamado a la conciencia ecológica desde la espiritualidad. Nos recordó que la Tierra es un regalo sagrado, nuestra casa común, y que destruirla es también una falta. Promovió el uso de energías limpias en el Vaticano, denunció el negacionismo climático y nos pidió vivir con responsabilidad.
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Un legado para la humanidad
Hoy, su ausencia duele, pero su presencia permanece. En cada gesto de compasión, en cada acto de justicia, en cada comunidad que se abre al otro sin miedo ni prejuicio, hay algo de Francisco. Él le enseñó al mundo que la Iglesia podía renovarse sin perder su raíz y que el Evangelio no era una doctrina de castigo, sino una buena noticia para todos.
Tal vez por eso su vida fue una travesía valiente hacia una Iglesia más viva, más humana y luminosa. Nos queda el reto de continuar el camino de un revolucionario con causa.